Gris

Hoy, y solo hoy —aunque el hecho sucediera ayer—, me ha alcanzado la verdad contenida en una frase breve, dicha con la simpleza devastadora de los niños.

5/8/20252 min leer

GRIS

Hoy, y solo hoy —aunque el hecho sucediera ayer—, me ha alcanzado la verdad contenida en una frase breve, dicha con la simpleza devastadora de los niños. Mi hija, aún sin haber cumplido los ocho años, se recostó a mi lado mientras yo escribía. Ella —sombra luminosa de mis días, hija de mi cuerpo y de una ternura que aún no alcanzo a comprender del todo— me tocó el cabello con sus dedos finos como pinceles que apenas han aprendido a trazar el contorno de lo que sienten. Observó, y dijo:

—Tienes el cabello gris.

Luego guardó silencio. Pensó. Y añadió:

—No me gusta.

Le pregunté por qué, casi sin alzar la mirada del teclado. Me respondió, sin estridencia ni drama, pero con una certeza inquebrantable:

—Porque te estás haciendo viejo.

No recuerdo haberme detenido demasiado. Le dije algo que sonó ligero, casi vano: que me gustaba el cabello blanco, que incluso si todo mi pelo se tornara de nieve, seguiría gustándome. Ella, sin embargo, siguió acariciando mi cabeza con aire meditativo, como si intentara comprender un mapa invisible del tiempo, impreso en mis sienes. Y luego dijo:

—No me gusta que te hagas viejo.

Y yo —escritor que presume de desentrañar emociones ajenas— no supe detenerme. No supe, o no quise, mirar el abismo que se abría tras sus palabras.

Ha pasado un día. La frase ha fermentado en mi interior como un vino que madura sin permiso, y esta noche, mientras escribo, me golpea con la fuerza de lo inevitable. No era solo un capricho infantil. Era el anuncio sagrado y terrible de lo que todos los hijos intuyen antes de poder nombrarlo: que los padres, esos dioses cotidianos de voz cálida y manos firmes, también están sujetos al desgaste del tiempo, a la erosión, al fin.

Mi hija teme perderme.

Y ese temor suyo, que aún no sabe disfrazar con palabras adultas, arrastra consigo un espejo para mi propio vértigo: el de hacerme viejo. No por la vanidad del cuerpo —ese teatro de carne que hace tiempo dejó de importarme— sino por la certeza de que quizás no estaré allí del modo en que ella me necesita cuando me necesite. Que los juegos, las risas, las bicicletas por la montaña, las películas de mundos imposibles y las tardes de Dragon Ball pasarán. Y que, aunque ella regrese tras la adolescencia —como regresan los ríos después del estiaje— ya no tendrá el mismo fuego en la mirada, ni yo las mismas fuerzas para encenderlo.

Vivimos atrapados en una paradoja cruel: el tiempo que paso trabajando, construyendo, escribiendo —incluso cuando lo hago por ella, por nuestro futuro— es también el tiempo que me roba su presente. Cada segundo que pierdo ahora con ella, no volverá, ni siquiera en la forma amable del recuerdo. Me duele pensarlo. Pero más me dolería no escribirlo.

Tal vez, cuando ella sea mayor y mis cabellos ya no sean grises sino ceniza, lea estas líneas y comprenda. Que yo también tuve miedo. Que quise detener el tiempo y no supe cómo. Que la amé con una intensidad que no siempre supe mostrar, pero que estaba allí, en cada palabra no dicha, en cada juego que no jugamos, en cada historia que escribí mientras ella me esperaba sin rencor.

Y que si algo deseo ahora, más que fuerza o juventud, es tiempo. Tiempo para seguir jugando. Para seguir siendo, aunque sea por un poco más, el padre que ella necesita.